Gremio

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Mi familia no tiene twitter, ni facebook ni nada. Mis padres con raja saben prender un PC. A lo más mi hermana lo utiliza para sus trabajos. Mi hermano chico no twittea hueas ni sube fotos de monitos a facebook. Mi mamá no es una mamá moderna, delgada, que no sabe cocinar pero que habla bonito. Mi papá nunca ha salido del país por negocios ni se ha comprado un auto. El viejo apenas puede ver las direcciones que le anotan en la central de su taxi, nunca ha tenido imposiciones ni beneficios laborales, ni siquiera le ha visto el título a un contrato.
Mi familia no es una familia moderna. No salimos en la tele ni nos vemos reflejados en ella (quizás los domingos en la noche). Tenemos la cara cansada de tantos años sin vacaciones.


Pero mierda, ¡cómo jodemos el curso del universo teniendo nuestra propia casa, sacando a dos hijos de la universidad y siendo gente honesta!


Universo ¿quieres seguir tirándonos mierda?
Tráela toda, que aquí mi vieja te la transforma en pastel de choclo para la once…






Soliloquio

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Hola, me llamo Felipe
Y llevo 22 años y 340 días
haciéndome la vida imposible.

¡Hola Felipe!

Todo comenzó a los 12 años,
cuando dejé de buscar contentarme
por contentar a otros.

Todo tiene un comienzo, y tu final empieza aquí.

Desde entonces que sólo he buscado
ser inteligente y amar a alguien dañado
a quien reparar.

Oh, cielos ¿¡qué es lo que te has hecho a ti mismo?!

Yo pensé que estaba haciendo las cosas bien
que realmente era un tipo inteligente
y que era suficiente para repararlas.

¿Por qué? ¿Para qué? ¡Suelta esa cruz!

No puedo, no quiero
es lo único que tengo y que he logrado forjar
durante toda mi vida.

Y ahora no tienes nada...

Exacto. Nada más que estos zapatos,
este archivo de word
y una frustración de 8375 días.

Pero ahora, nos tienes a nosotros.

Sí. Y todo estaría bien
si tan solo ustedes fueran reales
y no yo mismo dentro de mi cabeza.

Tienes razón, tienes razón. Adios ¡Adios!

Adios, y llévense con ustedes
mis penas y alegrías, mis fuerzas y mis miedos
y háganme un hombre nuevo.

Lo siento, no te oímos. A partir de hoy estás solo.

Ya lo se, ya lo se
porque hasta quien me quiso lo alejé
y temo que ya no volverá más.


22 años hablando solo,
sintiendo solo, amando solo,
que llegan hoy a su fin con el cierre de este telón.




Nueve

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Era el noveno de once pequeños compañeritos. El más joven del grupo, tímido y algo fuera de sí. Inteligente a su manera. Retraído y obediente.

Los once compañeritos buscaban metales con sus extrañas máquinas, posándolas sobre la tierra, esperando la señal del elemento pesado generando vibraciones bajo la superficie hueca del terreno. Una tarea inútil de tiempo completo. Su mayor logro había llegado una tarde de octubre, cuando encontraron una caja del tamaño de un libro, hecha de algún tipo de metal dorado el cual no pudieron distinguir. Tenía incrustaciones de piedras en los 4 costados, cuya rudeza se encontraba en contraste con unas pequeñas piedrecillas transparentes simulando diamantes en la cubierta superior que formaban el símbolo de Venus.

Este objeto, sin duda el más célebre de entre todos los encontrados por la banda, no tenía una explicación para ninguno de los once compañeritos. Sin embargo, quizás esto mismo era lo que atraía de forma tan brutal al noveno de los once pequeños engendros. Cada mañana, él número nueve se levantaba pensando en el contenido de esa caja. Mientras todos desayunaban, él se quedaba en su lecho, mirando con ojos perdidos al techo, pensando en las maravillas que debían haber dentro. Después de la primera jornada de búsquedas, mientras todos aprovechaban de almorzar, el noveno visitaba el cuarto en donde se encontraba el artilugio y se quedaba mirándolo perturbado, como si supiera lo que se encontraba en su interior. La caja lo obsesionaba, era como si él fuese el
único que podía ver a través de ella.

La caja debía ser
suya.
Pero era de los once, sin distinción entre unos más que otros.

Era el noveno de once pequeños compañeritos. Sin embargo, la súplica permanente que el número nueve elevaba cada mañana empezó a ofrecer resultados. El número cinco, el más atlético de los once, fue mordido por un escorpión que se encontró misteriosamente contenido en su bota izquierda, probablemente llegado ahí durante el descanso descalzo que los compañeritos tomaban cada tarde en la fuente de arena cerca del refugio. Después de un par de días de lucha, no aguantó más la fiebre.

Era el noveno de diez pequeños compañeritos. Un día, número siete y número cuatro no regresaron a casa de la búsqueda. Número nueve junto a tres y ocho salieron durante una semana completa en su búsqueda, sin resultados. Buscaron en las canteras, en la fuente de arena, en la playa, en los faldeos del cerro, dieron vuelta el bosque. Sin embargo, decidieron no buscar dentro de la mina abandonada, porque ese lugar era demasiado peligroso, incluso para seres tan pequeños como ellos. Era un lugar maldito, cuyo olor a azufre indicaba la presencia del mal en su interior. No por nada tantos suicidios se habían cometido allá adentro. Decían que ese olor te volvía loco...

Era el noveno de ocho pequeños compañeritos (aún tenían esperanzas de volver a verlos). Días después de estos acontecimientos, la desazón y la congoja embargaron a todo el campamento. Sólo número nueve se mantenía en el mejor estado posible, en gran parte gracias a que la mayor parte de su mente la ocupaba pensando en la maldita caja. Esto lo empezaron a notar poco a poco algunos de los compañeritos restantes, en especial número Uno, el mayor de los once engendros. Éste ya comenzaba a mirar con recelo la extraña obsesión de número nueve por la caja y su contenido. Sin embargo, el clima de pesadumbre primaba y en ningún momento se atrevió a preguntar o ir más allá respecto a nueve. Hasta que un día, después de volver de una nueva jornada de búsqueda de siete y cuatro, Uno se acercó a nueve frente a la gruta hecha para cinco y le preguntó sobre su fijación con la caja. Pero nueve, que se había mantenido bastante sereno ante los acontecimientos de las últimas semanas, cambió rápidamente el semblante y reaccionó esquiva y violentamente ante el cuestionamiento, hablando apresuradamente sobre la caja y las muertes y las desapariciones de sus compañeritos, defendiendo el hecho de que la caja no tenía culpa alguna de estos trágicos sucesos.

Entonces todo se tornó enfermo en el campamento. Una y otra vez Uno le cuestionaba a nueve frente a los demás sobre lo poco que importaba una caja en estos momentos y que se dejara de preocupar por un objeto tan insignificante en pos del respeto que debería estar rindiéndole a los compañeritos caídos. Nueve no quería escuchar, no quería responder, no quería estar en otro lugar más que en la recámara de los metales, contemplando y abrazando el objeto de sus más profundos deseos. Decidió pasar los últimos dos días seguidos en el lugar, sin participar siquiera en las búsquedas. Pero este comportamiento no era aprobado por Uno, quien indignado comentó todo lo que sucedía con dos, tres, seis, ocho, diez y once, y los conminó a acompañarlo a la recámara a terminar con todo este absurdo asunto.

Abrieron la puerta apresuradamente. Para su sorpresa, encontraron a número nueve completamente desnudo en su interior, y a su lado, la caja de metal abierta. En las manos de nueve se hallaban los retazos finales de la cubierta de un libro, cuyas hojas habían sido completamente arrancadas por éste, de cuya boca se desprendían pequeños retazos de papel y manchas de tinta por todos sus labios. La imagen grotesca inquietó a todos de tal modo que decidieron rodear a nueve para ponerlo bajo control. Sus ojos se encontraban fuera de sí, murmurando palabras inentendibles por todo el papel contenido en su boca. Gritaba algo así como "el secreto es mío... uds. no pueden entender el amor ni manejar el odio. uds.
no pueden". Uno a uno intentaron abalanzarse sobre nueve, pero cifra a cifra caían, hasta que Uno saltó sobre él, siendo esquivado y cayendo pesadamente de cabeza sobre la caja, rompiéndose el cráneo en 2 partes. Con un grito ensordecedor, nueve tomó la caja, con las piedras de los costados y las piedrecillas de la cubierta desprendidas y la tapa averiada, y comenzó a lanzar golpes al piso, de un lado a otro, alrededor, de arriba a abajo, destruyendo todo lo que se encontrara en la habitación. Era imparable. Estaba perdido. Completamente desquiciado.

Al final de la jornada, el silencio reinaba en el bosque. No se escuchaban murmullos bajo la lápida de cinco, ni alaridos desde el interior de la mina. El olor de la mina no se comparaba al que se encontraba al interior de la recámara de los metales de los once engendros.

Nueve estaba en silencio, arrepentido frente a los demás por todo lo que había ocurrido desde hace 3 semanas hasta esa misma tarde, sin explicación ante lo sucedido, completamente en shock. Era joven aún. Era tímido y retraído. Había sido inteligente y obediente. Era el noveno de tres, siete, uno, once, nueve, veinticuatro pequeños compañeritos. Ya no podía contar el número de engendros que habían sido hasta ayer. Simplemente había demasiada sangre como para distinguir cuántos.




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