Maniobras Orquestales En La Oscuridad

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Slayer suena fuerte en el celular del Alfredo mientras el Daniel cabecea al ritmo de Silent Scream. La noche nos mantuvo muy ocupados entre los pitchers y el wurtlitzer del bar 66. Moneda tras moneda, pasaban por entre las mesas repletas del bar discos de no más allá de 1993. Los clásicos del Thrash eran vitoreados por todos los comensales de la noche, mientras los que no se interesaban por cantar proclamaban unánimemente que Metallica murió junto con Cliff y que no había vuelta atrás. A mi me habían molestado un poco entre los dos porque mi chaqueta estaba limpia. La del Danny no le enorgullecía mucho porque era del año pasado no más, pero se había esforzado por percudirla y pegarle unos parches viejos de su hermano mayor que encontró en un closet de su sótano. Fue difícil conversar, los de la mesa de al lado gritaban demasiado fuerte cada vez que uno de los que estaban sentados ahí contaba el número de mujeres que se había culeado cada uno. El Daniel entonces comenzó a contarnos de su nueva polola y de cómo ya habían empezado a correrle mano desde hace 1 semana. Habían comenzado a pololear hace 3 días.

La noche había causado estragos en nuestras ropas y en nuestros ojos, el Danny no aguantaba las ganas de cagar, pero no quiso pasar a mi casa. Me despedí en la puerta del pasaje, un adiós corto y de lejos, como acostumbraban estos dos a saludarme. Si se notaba el cariño de por medio, la cosa se ponía muy gay, decían, muy Sonata Arctica y esas weas pa’ minas.

Pronto entré a mi habitación, sin encender la luces. Los dos weones se podían ver todavía desde mi ventana. Escuchaba sus gritos guturales mientras meaban un poste de luz pintado de azul y rojo en el pasaje siguiente. Cerré la cortina, puse el disco y me eché. Los primeros acordes The Poet And The Pendulum sonaban en volumen 5. Me atraparon al primer minuto, había esperado toda la velada por escucharlos. La voz del castrati se oye cristalina, inocente. Sonaba en medio de la noche, dentro de mi cabeza, más fuerte y más profunda que los gritos de los gordos cerveceros del 66. Entonces, el niño acaba su fraseo en un suspiro para dejar entrar las cuerdas al escenario. Me levanto de la cama y alzo los brazos, bajándolos repetidamente al compás de cada intervención cortante de los vientos. Los ritmos estaban marcados, así que me era fácil poder reproducir los movimientos. La filarmónica de Londres completa siguiendo mis maniobras secretas en la oscuridad. La obertura estaba en pleno curso.

El Danny y el Alfredo jamás se iban a enterar, jamás pagarían por estar entre el público. Me correrían desde el primer instante en el que levantara las varillas y me tacharían de fleto de por vida. Poco importaba. Me bastaba con tenerlos ahora frente a mi, en mi momento de gloria nocturna, en esa foto del concierto de Anthrax pegada en la pared que daba al claro de luna, entre el cuadro de Beethoven y el poster de Tuomas Holopainen...

Bien. Y ahora... Pizzicato.



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