Apareces así, tan de repente.
Tres años, 5 meses, 13 horas y ningún aviso.
Una cicatriz por un lado y un río cruzado por el otro.
Mis brazos aun sufren el recuerdo de tu cintura a mi tacto,
y el ardor de varias noches afiladas... despiertas... furiosas.
Por tu parte, aunque indecisa, decidiste cruzar la corriente.
Uñas pintadas verdes tomadas de la mano a uñas pintadas rojas.
No te juzgo, yo también he cambiado un poco.
Cuatro kilos menos y algunas desveladas de más.
Misoginia y cafeína para seguir el rigor.
Me negaste la paz durante cientos de noches.
Yo jamás te negué un día sin gritarte con rabia lo que jamás alcancé a oír de ti.
Pensé que te ibas, pensé que el cáncer te llevaba antes de tiempo.
Ahora, más viva que nunca, me pides la fórmula
que inventé yo mismo para no necesitarte nunca más.
Pones tu corazón como target a atravesar
dispuesta a todo con tal de que le dispare al mono sobre tu espalda.
Dedos entrelazados, Palmas al suelo, piernas en 90 grados.
Clamas por una deuda pendiente que nunca te pedí pagar,
40 monedas de cobre que tuve que entregarte por mi libertad.
No hay fórmula, querida compañera, para el mal que te corroe
ni vacuna, ni sonata, ni la más profunda clase de sueño
que te permita olvidar por un momento el peso de la culpa.
Porque fuiste testigo de mi ruina, y por tanto te condenaste sola
a los ojos más tristes y bellos que jamás podrás borrar.
Tu mente,
tu corazón
y tu entrepierna
me pertenecen.
Sin que yo lo quiera.
Y esa es mi maldición.
Tres años, 5 meses, 13 horas y ningún aviso.
Una cicatriz por un lado y un río cruzado por el otro.
Mis brazos aun sufren el recuerdo de tu cintura a mi tacto,
y el ardor de varias noches afiladas... despiertas... furiosas.
Por tu parte, aunque indecisa, decidiste cruzar la corriente.
Uñas pintadas verdes tomadas de la mano a uñas pintadas rojas.
No te juzgo, yo también he cambiado un poco.
Cuatro kilos menos y algunas desveladas de más.
Misoginia y cafeína para seguir el rigor.
Me negaste la paz durante cientos de noches.
Yo jamás te negué un día sin gritarte con rabia lo que jamás alcancé a oír de ti.
Pensé que te ibas, pensé que el cáncer te llevaba antes de tiempo.
Ahora, más viva que nunca, me pides la fórmula
que inventé yo mismo para no necesitarte nunca más.
Pones tu corazón como target a atravesar
dispuesta a todo con tal de que le dispare al mono sobre tu espalda.
Dedos entrelazados, Palmas al suelo, piernas en 90 grados.
Clamas por una deuda pendiente que nunca te pedí pagar,
40 monedas de cobre que tuve que entregarte por mi libertad.
No hay fórmula, querida compañera, para el mal que te corroe
ni vacuna, ni sonata, ni la más profunda clase de sueño
que te permita olvidar por un momento el peso de la culpa.
Porque fuiste testigo de mi ruina, y por tanto te condenaste sola
a los ojos más tristes y bellos que jamás podrás borrar.
Tu mente,
tu corazón
y tu entrepierna
me pertenecen.
Sin que yo lo quiera.
Y esa es mi maldición.